Ya estaba entrada la noche cuando llegué, con muy poca fe, a comprar un poco pan al típico almacén de barrio de la casa de mi madre. A las escasas esperanzas que albergaba mi cometido producto de la hora, añadía el hecho que, de los cuatro localuchos que existen en el barrio, sólo uno estaba abierto a esa hora. Claro, era domingo y lo único que justificó que ese estuviera abierto era por la venta de churrascas. El barrio de mi madre se justifica única y exclusivamente por la Universidad que está a metros, lleno de casas que se arriendan y de vecinos que están sólo 10 meses cada año.
El olor propio de las churrascas y el montón de universitarios hambrientos recién llegados a sus casas de pasada hacían una dupla atractiva: cada trozo de masa que salía del asador no llegaba al canasto y era comprada en el acto. La mujer que los manipulaba, con unos treinta años bien cumplidos y, quizás, rozando los cuarenta, ensimismada en su labor, giraba cada cierto tiempo los círculos de harina, mientras que los potenciales clientes, en su mayoría jóvenes y, con seguridad, totalmente famélicos, miraban estas maniobras ensimismados.
Las churrascas se vendían al exterior, casi en plena calle. Quienes no estábamos por las churrascas ingresábamos al local. Es tan típico y común que no es del caso extenderse en él. Detrás del mostrador y siempre al lado de la máquina que corta los embutidos y que coincide con la ubicación de la caja, una mujer baja y algo regordeta, con unos bien entrados cuarenta años en el cuerpo, saluda a todos quienes ingresan, con una sonrisa y amabilidad difícil de explicar a esas alturas del día. Viste el típico delantal con líneas de color que forman cuadros y van amarrados con un cinto a la cintura; el cabello lo tiene tomado con un sencillo moño y unas ligeras comienzan a marcar el rigor de las personas en las que escasean las cremas faciales, abundan los problemas y despuntan las marcas de la edad.
Al momento en que me detengo en las compras ingresa una muchacha, totalmente veinteañera, de un hermoso y acongojado rostro de rasgos delicados: el cabello rubio, la nariz delgada y respingada, los labios también estrechos y ojos que, pese a la deficiente iluminación, dejaba entrever unos tonos tornasol. Su voz y forma de hablar, tan típicos de las jóvenes de hoy, no era tanto como el muy característico acento de las muchachas más o menos acomodadas, lo que contrastaba con la languidez de sus movimientos.
El saludo entre ellas estuvo acompañado de un beso. Intercambiaron un par de palabras de las que no oí, tan distraído estaba en mi búsqueda. Sin ser un observador dedicado podía deducirse sin esfuerzo que la una no era una simple vendedora de almacén, ni la otra una mera clienta ocasional; entre ellas existía ese raro vínculo macerado en el tiempo y que opera por la sencilla razón de verse siempre.
Me encontraba presto a pagar cuando la vendedora, mirando fijamente a la muchacha que se marchaba, “y arriba el ánimo”. La jovencita se detuvo y le contestó que no se preocupara, que ya estaba bien y de mejor ánimo. Habló algo acerca de un examen en la Universidad y que ya lo estaba superando. La vendedora escuchaba con atención y su rostro no escondía preocupación, mientras la muchacha con las palabras reflejaba su patente tribulación, tanto de los hechos que relataba como de la gravedad de su rostro.
Cuando ambas se despidieron yo ya había pagado e iba de camino a la salida. La muchacha salió antes que yo y, con el mismo afecto anterior, saludó esta vez a la preparadora de churrascas. Entre ellas hubo un pequeño diálogo, muy similar al que había sostenido momentos antes, y esta última también, con una sonrisa, le dijo que subiera el ánimo. Un beso en la mejilla afectuoso puso término a la plática.
Finalmente, la muchacha tomó las llaves de su auto y partió, seguramente a un lugar cerca de ahí y que presumiblemente arrienda.
Es un hecho tan típico y extraño a la vez: ¿por qué razón una mujer que trabaja un domingo en la noche se preocuparía de que una estudiante que tiene problemas con un ramo en la Universidad? ¿Entendería la muchacha la importancia que tiene, en términos absolutos, su examen o ramo frente a lo que significan o pueden significar los problemas de otras personas? Era tan impropio el drama que aquejó a las tres mujeres de este relato que no pude dejar de darle una vuelta a ese sinsentido: la vendedora y la churrasquera presumiblemente, juntando sus dos sueldos mensuales, alcancen el gasto que esta muchacha hace en el mismo mes pagando un arriendo y moviendo su auto. El problema de la estudiante se resuelve repitiendo un ramo a lo sumo, el de las churrasqueras se encuentra limitado a lo que pueda rendir su fuerza de trabajo. El problema de la muchacha viene resuelto desde su nacimiento, el de las mujeres del negocio sólo a través del estudio de sus hijos o de la buena suerte.
Pensé en lo desigual que eran los problemas. Un ramo o un examen versus vivir con el sueldo mínimo. La estudiante (y cualquier estudiante) comprende aproximadamente el valor del trabajo de una vendedora de un local de barrio, y cualquier trabajador comprende lo que significa tener una mala calificación en los estudios. Y sin embargo, la tragedia es una asignatura.
La larga hilera de suposiciones me llevó hasta la casa de vuelta, pensando asimismo en lo injustas de mis cavilaciones y en las clasificaciones de las personas, sin considerar que ellas se relacionaron con un cariño no disimulado y, me atrevo a decir, sincero. Y estos pensamientos me acompañaron hasta llegar a casa, junto dos panes dentro de una bolsa y una bebida, pensando si los acompañaría con huevo o tomate.
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