** Las imágenes son escaneos propios del libro y fueron subidos sólo con el ánimo de ilustrar este post.
Mucho tecnicismo, mucho amor a las máquinas, pero este blog no le había dedicado en serio un mísero párrafo a ningún fotógrafo. El fotógrafo, en el sentido que lo entiendo, es un artista en la misma medida que el pintor, el cineasta o el músico. Su método de expresión es la fotografía y destaca del resto por ellas, ya sea por su contenido estético y, principalmente, por la densidad de su obra.
Pese a que en otras
ramas artísticas la asociación de un creador a su obra es una vinculación casi
automática, en la fotografía no suele pasar lo mismo. Aunque existen casos en
que las obras son uniformes en la carrera de los fotógrafos más reconocidos, no
existe de modo absoluto la dedicación de un solo tema o de una sola perspectiva
en el modo de hacer o contar las cosas. Es relativamente fácil reconocer un
cuadro de Monet, la pluma de Dostoievsky, la música de Bach, pero la unicidad
de la obra del fotógrafo cuesta encontrarla. Por supuesto, esta idea no es mía,
concordé con ella cuando leí el “Sobre la Fotografía” de Susan Sontag, y creo
que el ejemplo paradigmático es el de Sebastiao Salgado: la mutación del centro
de interés en Genesis versus su obra anterior que podemos comprimir en Workers.
Sin embargo, se puede reconocer, de algún modo, que quien pulsa el disparador
es la misma persona.
Sin embargo, con
Paz Errázuriz salta a la vista una cierta coherencia estética e intelectual.
Sin duda alguna, una de los fotógrafos (hablo acá del arte u oficio llamado
fotografía) con más reconocimiento en Chile y quizás uno de los rostros más
llamativos en el exterior junto con Sergio Larraín. El acercamiento personal
que he tenido de su obra se la debo a un libro encontrado en una feria de mi
ciudad y a un precio muy muy módico. Espero que las próximas ocasiones en que
hable de alguien en particular en materia fotográfica, sea a través del
contacto directo con alguna de sus obras.
Por desgracia o por
fortuna, hoy las líneas van dedicadas a una obra a la que se le han dedicado
varios comentarios y que también generó varios “subproductos”. “El infarto del alma” es un proyecto colaborativo entre la fotógrafa y la escritora Diamela Eltit y que, a grandes rasgos, y siempre desde la perspectiva de las artistas,
habla de los internos de un sanatorio de enfermos mentales en Chile. Como ya mencioné, existen en la red
bastantes y buenos artículos sobre la obra en sí y creo que en ellos
encontrarán datos más significativos que acá. Pretendo sólo enfocarme en
aspectos netamente subjetivos.
I. Diario de Viaje. Las fotos.
Decía arriba que
una de las obras más reconocibles que hay en fotografía nacional sea de la Paz
Errázuriz. Casi siempre retratos, casi siempre frontales, casi exclusivamente
en blanco y negro (no le conozco ninguna foto en color). Y sus motivos tampoco
son gente cualquiera: en plena dictadura fotografió el mundo gay-travesti
protituto y apenas iniciada la vuelta a la democracia, los enfermos mentales
del Pueblo de Putaendo.
Cuando uno se
enfrenta a obras como esta, es fácil darse cuenta de la facilidad con la cual
uno se pierde con detalles tontos que quizás no valga la pena siquiera fijarse. El
tecnicismo es irrelevante, y lo es tanto porque Errázuriz no complejiza la
fotografía. No hay encuadres extremos, no hay composiciones rebuscadas. Me
cuesta creer que haya iluminación artificial o si alguna vez montó el flash
para hacer estas fotos. Casi todas parecieran estar tomadas a nivel de ojo, y
las fotos son los ojos de Paz Errázuriz. A veces retrata a cuerpo completo, a
veces unos pocos planos americanos (muy pocos), otras veces planos medios…pero
sí varios primeros planos. La búsqueda de la geometría y la conjugación de
otros elementos en la foto (los fondos, los desenfoques), existen y le añaden
capas a las mismas, pero son ínfimas en torno al peso visual de lo retratado.
Porque lo que importa
en las fotos son los enfermos del hospital psiquiátrico. En este punto quisiera
profundizar un poco y es en la diferencia de la fotografía como documento y la
otra como una obra artística. Una fotografía puede contener ambas, una sola o
prescindir de ellas y, conforme al mérito en que se le mire, podrá cumplir su
cometido. Acá Paz Errázuriz crea un documento visual, las fotos de los enfermos
recrean su propia existencia, certifican el hecho de estar, pero a la vez crea
una obra de arte: no sólo retrata enfermos, sino de locos enamorados de otros locos.
El amor y la locura. Los enfermos mentales, tomados de las manos, miran
frontalmente a la cara: como ya dije, no sólo certifican el estar, sino que dan
cuenta de sus relaciones de pareja, y no se me ocurre nada más poético que,
pese a tener nuestra más alta facultad atrofiada –la mente-, el ser humano
igual pueda sentir amor.
A mayor
abundamiento, si esto no bastara, la terribilitá de la obra no sólo pasa por
esa mezcla amor-locura, sino del hecho de que los retratados son personas sin
techo, en condiciones de extrema pobreza –de esa de la que Chile parece haberse
olvidado de principios de los noventa-, y de los rastros de las caras
dañadas por la enfermedad, los fármacos y los malos cuidados. Y todos estos
detalles están explícitamente en las fotos, todos.
Entrar en el
análisis amor-locura en estas líneas es una tarea de la que no me siento
capacitado para esbozar ni ideas. Sólo me remitiré a parafrasear lo que otros
dijeron y que es acertadísimo y que, a mi parecer, se completan con los textos
de Diamela Eltit. De las fotos se desprende una humanidad infinita. Las
parejas del hospital psiquiátrico posan ante la cámara y pese a todo lo que les
sucede, se les ve contentos. Se reconocen como parejas y así lo demuestra no
sólo la proximidad física sino otros gestos o actitudes: estar tomados de las
manos, estar abrazados, la cabeza apoyada en el hombro, compartir asiento,
incluso el sexo. Y tampoco pareciera ser problema la edad, las condiciones económicas
de uno y de otro, la apariencia física, nada. Las parejas son tan disparejas
como sus mentes. Incluso la pose de los que no se tocan es ceremonial: aunque
no hay contacto físico, la pose de los retratados es similar a la de los
casados y que están juntos hace muchos años.
Es imposible no ver
acá alguna influencia de Diane Arbus. Paz Errázuriz retrata a los sin voz y sin
relato y los eleva al fotografiarlos, algo similar a lo que hacía Arbus con sus
fenómenos. Y aunque es meridianamente claro que las fotos de Arbus son
humanistas, la creación de una obra tan personal se encuentra alejada a veces
de posturas. Sin embargo, la diferencia radica en que Errázuriz toma partido:
en las fotos hay una posición política y ética, ellas quieren visibilizar, ser voz;
las de Arbus son atemporales, retratan un mundo distinto al real (hablo siempre
desde percepciones personales). Errázuriz acusa al Estado de Chile a través de
su fotografía. Muestra y comprueba la existencia de seres excluidos de la
sociedad. Y no lo hace en son de protesta: su bandera es poética, no
inquisidora.
Reconocida
novelista, ensayista, y en general, literata, Diamela Eltit para mí siempre ha
sido un misterio. Lo digo porque no puedo entender su prosa: su escritura es
intrincada y a veces trabajosa, pero no caótica ni banal. Cuando la leo sé que
quiere decir algo, y soy yo quien no da el ancho. Se cree muchas veces que las
profesiones en donde se lee la capacidad de comprensión deberían ser mayores:
yo sostengo que la lectura forense ha atado para siempre a mis neuronas. Sin
embargo, creo que lo que más me representa sobre este punto es lo que se dijo
en este artículo escrito por doña Gloria Medina-Sancho, el que decía que “al igual que la mente trastornada de sus
protagonistas, este libro no respeta un orden lógico tanto en el aspecto
narrativo como formal”.
El mismo documento
señala que “la secuencia alternada de
fragmentos escritos en primera persona manifiesta el intento por adoptar el
discurso del demente” y, aunque
hablando de ambas, sostiene que lo buscado es “llenar el lenguaje del marginado y restituirle un relato que permita
reconstruir el archivo de una memoria colectiva”.
Todas estas
palabras no son mías y es imposible que me las apropie. Muchos pasajes de la
parte escrita del libro me resultaron oscuras y no logré comprenderlas del
todo. Sin embargo, existen pasajes maravillosos: el nexo entre el amor
romántico de los tuberculosos de la primera etapa del hospital de Putaendo y el
amor de los locos del centro psiquiátrico son de un lirismo muy bello: “Pero, si cualquier espacio habla de una
comunidad y organiza una memoria; ¿qué forma común?, ¿cuál memoria común podría
llegar a establecerse entre los antiguos tuberculosos y los presentes cuerpos
locos? Hablar sólo del nexo de la enfermedad es reducir una especulación
evidente, un dictamen médico invisible que los une. Pero, si siempre se vuelve
a la escena primaria del crimen, si el crimen sigue perpetuándose, si los
signos reaparecen camuflados porque se niegan a morir, ¿qué lugar común
reaparece en el hospital siquiátrico del pueblo de Putaendo?:
El amor.
(…) Porque los pacientes enamorados en el interior del
hospital siquiátrico del pueblo de Putaendo, continúan secretamente el legado
de los cuerpos tuberculosos en una tradición trabada y como un mero gesto
modélico de su pasado. Ellos realizan el rito amoroso, amando al otro con la
misma intensidad que tiene el grado de su enfermedad. Lo aman con la desazón
que provoca la profunda pérdida de las garantías civiles, arruinando el llamado
familiar de la prolongación de la especie. Un amor que es únicamente gasto y
desgaste afectivo y por ello el despilfarro puro. Ellos aman sólo por la
necesidad atávica de amar.”
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