Siempre he considerado atractivas las obras que escarban la psicología femenina. Desde la candorosa “Mujercitas”, a “Hannah y sus Hermanas” y la reciente “The Help” y la maraña enorme de relatos que refieren a varios tipos femeninos en una sola obra dan lugar a relatos de suyo dignos de ver, en principio. Diferencio este tipo de creaciones a la de la tipología clásica de la heroína “contracultural” (pienso en “Madamme Bovary” o “Anna Karenina” en la literatura, o la de “Gilda” en el cine y un sinfín de películas del pasado y actuales), sino que se centran en las relaciones entre varias de ellas, máxime si son distintas en sus caracteres.
De los cineastas que conozco hay muchos que centran a la mujer en sus obras y con ellas alcanzan cotas de densidad altísimas. Pienso en algunas películas de Fellini (Las Noches de Cabiria), y los actuales Asghar Farhadi de Irán o el más famoso Zhang Yimou, quienes en sus colocan a la mujer en el centro de sus relatos, con dramas potentes pero dirigidas con un enorme cariño por sus “creadores”. A mí en lo personal me interesan estos relatos porque he percibido, en mi pequeño mundo, lo complejo que es este mundo femenino, particularmente entre hermanas: la competencia entre ellas puede ser despiadada, sus peleas sangrientas y dolorosas y sus rencores guardados de por vida; sin embargo, pueden proferirse un cariño desmedido, una comunión única y una interacción que no se da, en lo bueno y en lo malo, en ningún otro tipo de relación humana. Creo que son estas cuestiones las que hacen a Bergman tan fascinante, entre otras cosas y a “Gritos y Susurros” una gran película.
A Ingmar Bergman se le define a través de sus obras oníricas y psicológicas, de una cadencia lenta pero asfixiante. Sus filmes cargan con una pesadez inevitable y el mundo que se muestra en pantalla es sombrío y “antiedílico”: el ser humano lucha contra la vida real y, principalmente, contra sus sueños, sus miedos, su insconsciente y su yo oculto, el que la mayoría de la veces revela aspectos profundos de unas personalidades atormentadas o, a lo menos, infelices; pero desde una propuesta visual y sonora altamente estilizada y bellísima. No es un mundo terrorífico o estremecedor –aunque a ratos suela serlo-, pero sí es una atmósfera cargada y oprimente. Tras la suntuosidad que se puede apreciar en sus películas se observan complejas marañas de personas inquietas y atribuladas por la dominación, el desarraigo, la vergüenza, la incomprensión, el dolor, la insatisfacción, el peso de la familia, la muerte, etc.
Las cuatro mujeres de “Gritos y Susurros” tienen características que las identifican. Son únicas. Ninguna es igual a otra. El contraste entre ellas es brutal. No hablaré de esos caracteres porque creo que es el espectador quien debe percibirlos con el transcurso de la película y el director nos lo muestra por separado, a mi entender, para que comprendamos lo distintas que son y a la vez la extraña relación que las mantiene –y mantendrá- juntas. No hay “una” protagonista en la obra, sino que las cuatro tienen igual peso: el protagonismo real lo constituyen las cuatro mujeres.
Las interacciones entre las éstas parecen forzadas por la enfermedad incurable de una de ellas y el trato que se dispensan dista mucho de ser familiar o ameno. Las circunstancias trágicas que rodean el momento estas mujeres son las que explican los recuerdos, las ensoñaciones o las culpas de cada una en la cinta, o ayudan a explicar el desenlace de la misma. Inevitable es entonces la revisión al tema de la muerte, que constituye el momento que cataliza el conflicto y lo acelera. Es la muerte un tema central que aqueja a Bergman y que, como escribió en su libro “La Linterna Mágica”, fue capaz de transmutar con mayor éxito en pantalla. La muerte de una de las hermanas –y las condiciones en que se produce- influye indefectiblemente en el comportamiento propio de las sobrevivientes y también en el grupal. Sin perjuicio de lo anterior, la muerte es sólo un catalizador: la compleja espiritualidad de cada una de ellas es anterior a la muerte y este hecho sirve sólo para decantarlo o hacerlo manifiesto. A través de él se hacen patentes las reales faces: la infidelidad, la incapacidad del contacto, la sexualidad, el matrimonio, el desamor, el desprecio y la insatisfacción se desprenden del dolor de la pérdida.
Pese a que esta amalgama de sentimientos encontrados, Bergman si sabe darnos algo de paz en el final, de una sublimidad sobrecogedora. Pareciera darnos a entender que un solo momento de la existencia y un minuto de fraternidad justifican tanto dolor y frustración y que pese a que la vida no es fácil, sí se puede disfrutar de ella en compañía de quienes se quieren, aunque sea efímero. Es ese el recuerdo que prevalece en el futuro y el que se va con nosotros al final de los días.
Otros comentarios sobre aspectos técnicos no vale la pena mencionarlos. La dirección de fotografía luce en el color con Sven Nykvist, la dirección de arte deslumbra con los vestidos y decorados de una suntuosa casa de principios de siglo. El color rojo lo inunda todo, incluso sus fundidos. La película goza de un ritmo muy particular, hipnótico y que mantiene en tensión absoluta en todo momento. Pero todo esto es de perogrullo, es Bergman y obviamente sabemos que será eso que nos dará. Por suerte.
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