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PostMortem, o la Autopsia del Cine Chileno



Es fácil indignarme, por lo que cual decir que me siento de esa forma no les sorprenderá. Suelo hacer pesados comentarios por cuestiones nimias que siquiera valen la pena; sin embargo, héme aquí, garabateando nuevamente. Y la verdad sea dicha, debo decir que más que indignado, me siento estafado.

No me hice expectativas para ver una obra maestra del séptimo arte, para ser espectador de un filme acreedor de premios en los festivales de cine o la expectativa de presenciar una cinta de un aclamado director de cine. Sólo esperaba ver una película decente. De esas que en Chile cuesta hacer.


Nuestro país, por desgracia, hace malas películas. Si hacer el ejercicio de recordar las que se pueden ver puede resultar en extremo esmeroso, lo es más si tratamos de rescatar las "buenas". De la forma que sea creo que sobrarían dedos de la mano para enumerarlas. PostMortem naturalmente no es una de las primeras (de las segundas mejor ni hablar): es más, me ha producido un tedio indecible, pero también algunos temores acerca del cine que el espectador chileno quiere ver.


Confesaré que en la frase de arriba puse "tedio" en donde originalmente estaba "asco": la tarjé por exagerada. Sí, lo es por que, pensándolo bien, PostMortem tiene algunos atributos destacables, tales como la escenografía y el montaje, la gran actuación de Alfredo Castro y Antonia Zegers, además de dos o tres escenas que salvan un poco la hora y media de película. Pero la firme es que aparte de estos atributos, por cierto menores, las poca bondades que ofrece PostMortem se acaban a la hora de desentrañar el objetivo del film, su trama. ¿Acaso este país es tan apático que no habla? Sus diálogos son de una pobreza espantosa y debemos esperar a que los actores, que son los que sacan adelante la película, hagan lo suyo con su expresividad corporal.


Recordarán uds., los que fueron engañados por primera vez, con Tony Manero. Nos han vendido agua bendita y hemos recibido orina. Entramadas en las épocas turbulentas del Régimen, con personajes que poco les importa el régimen y viven sus mundillos especiales llenos de hastío.


En las películas de Pablo Larraín destaca la facilidad con que las relaciones sexuales afloran en condiciones paupérrimas y bien poco dadas al romanticismo, que uno sienta lástima por el protagonista aturdido por una especie de amor extraño que lo inunda y lo hace estúpido. Para qué vamos a comentar sobre la necesidad de estas escenas. O su afán de ser grotescas. Y todo eso en una exhibición sin arte ni parte, con la lentitud exasperante.


Ahora bien, es claro que no a todo el mundo debe gustarle lo mismo que a mí y también se puede suponer que la película generó más aceptación que rechazo. Que se trate, en definitiva, del cine que Chile quiere ver, al que le gusta ir. Y es eso lo que me ha generado harto temor. Temo por el Chile que le gusta este cine. Temo a este cine que quiere ofrecerse a Chile. Detestaría seguir viendo películas como PostMortem, con su garabato desmesurado, sus cachas inexplicables y sacadas completamente de contexto, de la ausencia de diálogos, de sus escenas largas sin sentido, de sus personajes apáticos, de su odiosidad insoportable.


Sí, es verdad, es el cine que en Chile se ha hecho siempre, o casi siempre, así que no debería quejarme. Lo que en realidad me molestó fue que me hayan vendido una pésima película por algo que valía la pena ver, como las restantes películas de nuestro cine. Chile no hace films como el Padrino o La Naranja Mecánica, pero sí uno que otro que vale la pena ver. Es tal la necesidad de crear espectadores de cine chileno que hasta los más críticos han caído en la falacia de que "si es chileno, es bueno". Y todos sabemos que no es así.

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